Nos hemos venido acostumbrando a que la palabra “reforma” sea empleada como sinónimo de flexibilización del mercado de trabajo, de aplicación de recortes o de restricción de derechos. Sin embargo, una reforma en puridad no es más que la adopción de cambios dirigidos a la mejora y perfeccionamiento de lo que ya existe. Por este motivo, podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que la creación del Ingreso Mínimo Vital (IMV) por parte del RDL 20/2020 es una de las reformas más significativas de nuestro Estado del Bienestar y del sistema de Seguridad Social desde la adopción del sistema de sistema de dependencia y de las prestaciones no contributivas (relevancia, por cierto, reconocida en otros análisis previos en otros blogs amigos, como esta entrada del profesor Aparicio, esta del profesor Arenas, la del profesor Baylos, la del profesor Beltrán, esta otra del profesor Rojo, la del profesor Noguera, o esta de los profesores Rodríguez y Ortiz -también en la del profesor Mercader que cito más adelante-).
Esta nueva prestación nace en un contexto en el que se había reavivado con fuerza el debate en torno a las rentas básicas. De ahí que quepa preguntarse hasta qué punto el IMV se inserta en esta propuesta. ¿En qué se parece y en qué se diferencia el IMV de la renta básica?

La noción de renta básica suele aparecer relacionada con otros conceptos tales como el impuesto negativo, la renta ciudadana o la renta mínima (de inserción) . Para intentar integrar coherentemente todos estos instrumentos, se ha sugerido distinguir entre un modelo fuerte y débil de renta básica (Iglesias, 2002). De acuerdo con el primero, solo puede considerarse renta básica en sentido fuerte aquella prestación que cumple estrictamente con tres requisitos básicos: es individual, esto es, garantiza un determinado nivel de ingresos a cada sujeto; es universal, es decir, se otorga al conjunto de la ciudadanía sin más limitación que su residencia en el país durante un determinado período de tiempo y sin importar su nivel de renta ; y es incondicional, ya que no se exige ningún tipo de contraprestación . La confluencia de estos tres elementos y, por tanto, la creación de una renta básica en sentido fuerte requeriría transformar de forma profunda los sistemas de Seguridad Social, tanto en lo que hace a las prestaciones que lo integran, que quedarían absorbidas por esta, como en sus principios inspiradores y de funcionamiento. De ahí, que algún miembro destacado de este Foro haya dicho, con todo lógica, que el IMV no es una renta básica.
Ahora bien, conforme al sentido débil, podríamos seguir hablando de renta básica aún cuando se relajaran todos o alguno de estos tres supuestos. Dentro de éste quedarían integradas las rentas mínimas o la propuesta de impuesto negativo. Se trata de una modalidad no transformadora, sin compatible con los sistemas de Seguridad Social tal y como los hemos conocidos hasta hoy. En este sentido, las diferentes modalidades de rentas básicas se añadirían y complementarían las prestaciones que tradicionalmente han integrado el sistema.
Desde esta perspectiva, el IMV solo podría considerarse una modalidad de renta básica en el sentido débil. De entrada, porque se ha configurado sobre la base las unidades de convivencia y no sobre cada uno de los individuos que la integran. Es cierto, no obstante, que la finalidad es beneficiar a todos ellos, que se tiene en cuenta quiénes integran la unidad y que se dice expresamente que es un derecho subjetivo, pero su construcción sobre núcleos colectivos es más que evidente. En segundo lugar, aunque hipotéticamente es una prestación dirigida al conjunto de sujetos integrados en el sistema de Seguridad Social, lo cierto es que, de nuevo, la consideración de la unidad de convivencia como pieza central sobre la que pivota la prestación y los niveles de renta, la alejan de ser en la práctica un instrumento universal. Como se adelantó, se espera que 2,3 millones de personas resulten beneficiarias del IMV. Por último, está sujeta a condicionalidad, pues junto a la prestación se articulan toda una serie de medidas dirigidas a garantizar que parte de los beneficiarios busquen activamente empleo, entre las que se encuentran su inscripción como demandante de empleo y, por consiguiente, la firma del correspondiente compromiso de actividad. Ello, sin mencionar otro tipo de obligaciones, más o menos estrictas, que actúan como condicionantes y que tendremos ocasión de analizar.
Bajo este prisma, el IMV nace con vocación de complementar el sistema de Seguridad Social en un área, la lucha contra la pobreza y la desigualdad, en la que no contábamos con instrumentos especializados a nivel estatal. No supone su transformación radical, pero sí un paso adelante muy importante en su modernización y fortalecimiento. Paso que, por otra parte, parece que no será el último pues, de acuerdo con la exposición de motivos, su aprobación supondrá la reordenación de otras prestaciones asistenciales que puedan cumplir total o parcialmente la misma finalidad. Hasta dónde llegaremos en este nuevo ámbito es algo que se desconoce, aunque no está de más aprovechar el impulso para continuar la marcha: qué no paren las reformas.